1 Oct 2003
Esa
es la herencia que dejan los pasos irreverentes del hombre como ser depredador
que evoluciona desde el animal que anduvo en cuatro patas
El
hombre –a veces más animal bípedo que bípedo con entendimiento– parece buscar
siempre una hegemonía que la naturaleza no le ha otorgado y se reniega a
cederle. Y en esa búsqueda, pasa y destruye lo que ha tomado a la naturaleza
millones y millones de años construir, creyendo con ello que conquista para el
progreso cuando lo que hace es cavar su propia tumba bajo la sombra de ningún
árbol, bajo el trino de ningún canto –ni del viento ni del río ni del ave–, y
solo bajo la lánguida caricatura extendida de su ignorancia y pequeñez o
siguiendo ciego las inevitables leyes de la selección natural de Darwin. Porque
si bien es cierto que la explicación cultural puede ser muy bien recibida, el
hombre no se comporta diferente que otras especies animales cuando de
sobrevivir se trata, aunque el proceder marque su extinción.
¿Qué
tienen en común biodiversidad, desarrollo sostenible, recursos naturales,
ecosistemas, población humana, vida animal y vegetal, conflictos y bienestar
sociales y económicos? Respeto por el medio ambiente y conservación de la
naturaleza. Así de sencillo. Ese respeto se aprende y se aprende en el hogar,
en las aulas escolares y durante la vida en sociedad, mediante foros académicos
y científicos que les lleguen a las gentes. Los conflictos del futuro inmediato
serán por la escasez de agua, de bosques, de aire puro y el bienestar por la
abundancia de todo ello. ¿Qué pasa hoy? Por un lado, cada año reducimos los
bosques tropicales húmedos en 1% ó 2% del total “no tocado” que constituyen hoy
solo un 40% de la extensión original; y por el otro lado, las poblaciones
humanas siguen en aumento exponencial, incrementando el consumo de plantas y
animales, diversidad que se diezma al mismo paso que las tierras se hacen áridas
e inhóspitas.
Las cifras son
espeluznantes: en menos de 50 años casi duplicaremos la población mundial de 6
mil millones a 12 mil millones de habitantes. Cada seis semanas agregamos 10
millones netos de habitantes más a nuestro orbe. Estaremos entre, sobre o qué
dios sabe cómo, un área de terreno y de aguas mucho más áridas y escasas que
las que tenemos hoy. La enfermedad y la muerte nos rodearán y el pestilente
olor de las enjutas carnes de hombres y animales pudriéndose será el perfume
que la destrucción nos permitirá inhalar. Esa herencia no será jamás agradecida
por nuestros hijos y generaciones venideras. Pero esa es la herencia que dejan
los pasos irreverentes del hombre como ser depredador que evoluciona desde el
animal que anduvo en cuatro patas.
El hombre se ha
convertido en “una fuerza geológica”, como bien lo señala Dustin J. Penn, desde
Austria. Capaz de destruir en un solo “momento geológico” la mitad de lo que
habita la tierra hoy, como lo hiciera hace 65 millones de años la colisión de aquel
gigante asteroide que tropezó con la Tierra. Al destruir –ya no paulatinamente
como se pudo haberse dicho 100 años atrás– el ecosistema que nos rodea –a unos
más que a otros–, estamos cerrándole el paso a la vida. Y lo peor es que
hombres y mujeres influyentes no son capaces de recrear con seriedad y
preocupación genuinas esta imagen, ni siquiera en su microcosmos, cuando toman
decisiones pobres pero relevantes que facilitan robarnos oxígeno, carbono e
hidrógeno, los elementos primigenios y originarios de la vida sobre la Tierra.
Cuando el primer tractor
de CUSA, o quien sea, ose destruir con sus criminales peso y pala el insecto,
la raíz, la ranita, el nido, la rama, el tronco, el “picaflor”, la lombriz, la
flor o su semilla, y el quetzal que crecen en el Parque Nacional Volcán Barú,
se encontrará con hombres y mujeres, niños y ancianos, allí sentados para no
darle paso. Hombres, mujeres, niños y ancianos que sí comprenden el sentido del
respeto por la naturaleza y su diversidad de especies. Ojalá que para estos
gobernantes de hoy y aquellos ingenieros mil veces honrados para mover sus
tractores en cualquier dirección y terreno no llegue nunca una lección de poder
y destrucción forjada por la furia de las lluvias, por la fuerza del viento y
por el indomable caudal de los ríos, todos a una vez, que los obliguen a doblar
el lomo y moverse como, otrora, lo hicieran nuestros antepasados prehistóricos.
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